Hace mucho tiempo, en el barranco de Lung Men, se alzaba un hermoso
árbol Kiri. Se dice que era tan alto que podía conversar con el cielo y las
estrellas, y que sus raíces eran tan profundas que sus anillos de bronce se
mezclaban con los del dragón de plata que dormía debajo de la tierra.
Un día un mago transformó al árbol en arpa, el instrumento era
maravilloso, pero según dijo el mago, sólo podría ser tocado por el más grande
de los músicos.
El emperador de China guardó el arpa como un tesoro, muchos fueron los
músicos invitados que de todas partes llegaban para tratar de tocar en ella
algunas melodías, pero a pesar de sus esfuerzos, del arpa sólo salían notas
ásperas y chirriantes.
Después de muchos años llegó Pai Ya, el príncipe de los arpistas. Pai Ya
se sentó en silencio frente al emperador, tomó el instrumento con ternura y con
mano suave lo acarició.
Melodías bellísimas resonaban en el arpa despertando el recuerdo de la
madera. Pai Ya cantó sobre el viento y las montañas, sobre las estrellas y el
rocío. Cantó sobre el cambio de las estaciones, y la brisa de la primavera, los
insectos del verano, la luna del otoño y la nieve entre las ramas cantaban al
unísono con él. Cantó sobre la guerra y el dolor, sobre el amor y la dulzura.
La armonía de las notas no dejaba nada afuera y todos se extasiaban al
escucharlo. Cuando Pai Ya terminó de tocar, el emperador le preguntó cuál era
su secreto, ¿cómo es que había logrado tocar tan bellas melodías?
Pai Yale respondió: “Majestad, los demás han fracasado porque no
cantaban sino sobre sí mismos. Yo he dejado que el arpa eligiera libremente sus
temas y no sabía realmente si el arpa era Pai Ya o Pai Ya era el arpa”.
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